jueves, 5 de noviembre de 2015

Los hombres

Fue una mañana de vacaciones de invierno. Le había prometido a mi hermanita que la llevaría a conocer a los protagonistas de una novela que ella seguía en la tele y que, por lo visto, estaba haciendo furor en los grupos de chicas preadolescentes.
La verdad es que no tenía ni un poco de ganas de hacerlo, pero se lo había prometido, y tenía que cumplir con mi palabra. Además, en cierta forma, el hecho de que gracias a mí conociera a los galanes del momento que todas las chicas de su edad desean conocer automáticamente me transformaría en una especie de semidios para ella, y me gustaba fantasear con esa idea de superioridad de por vida. Ella siempre lo recordaría, y yo siempre se lo recordaría cuando necesitara algún favor.
Como estaba en receso universitario, me había tomado unos días en mi pueblo, cerca de mi familia. Ella vivía en uno de los pueblos vecinos, con su mamá y mi otro hermano, así que habíamos quedado en que vendría el domingo de esa semana y partiríamos para Buenos Aires en colectivo.
Como se mostraba muy ansiosa todo el tiempo, y eso, en cierto modo, me molestaba, le dije que vayamos cuando quisiera, y ella me contestó que el lunes al mediodía sería el momento ideal, ya que los protagonistas de la novela estarían filmando interiores en el estudio. Se lo había dicho una amiga, la presidente del Club de Fans de uno de los actores en cuestión, que supuestamente lo sabía por una suerte de alineación astrológica de las estrellas o por un trabajo obsesivo de seguimiento paramilitar para con los actores. Mi hermanita no la conocía, pero decía que era su amiga. Amiga que cuando la vi resultaría un ser grotesco, prácticamente de mi edad, presidiendo un club de nenitas preadolescentes sin fines de lucro. Supuse que hay gente para todo.
Así fue como nos encontramos esperando por horas en las puertas del estudio de grabación a que llegaran o salieran los famosos de hacer su trabajo. Mi hermanita había llevado una bolsa llena de chocolates para regalarle a su amor platónico (el galán de la novela más cercano en edad a ella), en la que se había gastado todos sus ahorros. Además, había comprado una "A" gigante para regalarle a la que hacía de su novia en la novela. La "A" era por la primer letra de su nombre. Creo que se llamaba Angela, si mal no recuerdo.
No sólo eso. Aparte de pensar en los regalos, se había producido como si fuera a una gala de los Oscar. Estaba realmente hermosa. Nunca la había visto ponerse tan linda para nadie, más allá de no compartir mucho tiempo juntos por la distancia. Era como si fuera a ver a su novio, o a alguien muy especial, alguien que le gustaba mucho (pero mucho). De hecho, la noche anterior se había planchado el pelo o algo así, esas cosas que las mujeres hacen con anticipación cuando les espera algún evento importante. En fin, se había hecho algo en el pelo, algo distinto, algo que no se le arruinaría aunque se acostase por horas a dormir. Un nombre raro. No sabría explicarlo porque soy hombre.
Intenté meterme en su cabeza, pensar como ella, y creí que estaba bien, ya que iba a conocer al chico que era el amor de su vida en ese momento. ¡Claro! Quería estar radiante, hermosísima, para que cuando él la vea y ella le entregase los chocolates, nunca se olvide de sus ojos verdes (de esos ojazos que son como dos faros relucientes en medio de altamar), ni de esa chica sonriente que se tomó el trabajo de esperarlo decenas de horas nada más que para sacarse una foto con él. Al verla así, con tanta preparación encima, no sé si el sentimiento que estaba experimentando era ternura o celos.
Yo había pensado llevarme el mate, pero cuando ella me vio no quiso que lo llevase. Dijo que iba a parecer un "idiota hombre de campo" frente a las otras integrantes del Club de Fans. Le contesté que estábamos en Argentina y que en Argentina se tomaba mate. Se me rió y me dijo otra vez que iba a parecer un ridículo. Así que accedí a no llevarlo, sólo para que no me hinche las pelotas.
Cuando llegamos, había muchísimas chicas. Algunas sentadas contra la pared y otras paradas a lo largo y ancho de toda la vereda. Todas estaban igual o mejor producidas que mi hermanita. Sentí un poco de pena por ellas. Estaban atentas a toda persona joven que pasaba cerca y pudiera ser un famoso. Yo no lo era, así que me miraron (sólo porque tenía unas gafas de sol espejadas que llamaban la atención) y enseguida se dieron cuenta que no tenía nada para ofrecerles. Dieron media vuelta la cara y siguieron con su posición de centinelas.
Pasamos varias horas ahí afuera. Cerca del mediodía un grupo de cuatro chicas bastantes grandes de edad se sentaron en ronda india justo enfrente nuestro y empezaron a tomar mate. La miré a mi hermanita con la satisfacción de la victoria. Ella también me miró y se rió. Yo me quedé sin tomar mate por ese día.
Los primeros famosos que llegaron fueron dos. Uno desde cada esquina, como si se hubieran puesto de acuerdo para que la muchedumbre se dispersara a ambos extremos de la vereda y no caiga toda entera sobre uno sólo de ellos.
De repente, todas las niñas se fueron corriendo para un lado de la cuadra formando un tumulto y rodearon a uno de los blancos. Era una chica rubia. Muy bonita. Me acerqué para no perder de vista a mi hermanita y vi que era una de las últimas en sacarse una foto con la actriz. Me quedé tranquilo y me distraje con otra cosa, pero cuando volví a mirar hacia el pequeño tumulto ya no estaba. La chica se había metido para el estudio de grabación y todo el grupo de niñas se agolpaba corriendo en busca del otro de los blancos, uno que se asomaba por la otra esquina de la cuadra. Gritos. Pataleos. Saltos. Emoción.
Buscaba, pero no podía encontrarla. Alguien o algo estaba siendo sitiado por todo un ejército de chiquitas extasiadas por su presencia y uno de los soldados alistados tenía que ser mi hermanita. Preocupado, me acerqué hacia el tumulto y traté de hallar su cabeza castaña. Busco y busco con la mirada y, ¡zas!, la encuentro. Estaba justo al lado del famoso filmándolo mientras él le decía algo a la cámara.
Cuando reconocí a la estrella en cuestión, me transporté automáticamente hacia mis épocas de adolescente. Era Mariano Martinez, protagonista de la novela por la que estoy escribiendo esto pero quien también protagonizó una tira de mis tiempos que se llamaba "Son amores". All Boys. Martín Marqueeeesi. Yo soy de capital, la piso, la amaso y te la mando a guardaaaaar. Para mí siempre sería el mismo. Ahora representaba un papel de cura que se peinaba a una monja.
Por un momento pensé en pedirle una foto, pero me di cuenta que ese papel que tanto me había marcado hacía unos años, había muerto con esa etapa de su vida, al igual que la mía. Así que desistí. Luego de sacarse fotos, filmar saludos y firmar autógrafos hasta algunas mamás (el cholulaje en todo su esplendor), ingresó a los estudios seguido de una estela de niñas que lo custodiaron hasta la puerta.
Las niñas quedaron revolucionadas. Se cuchicheaban, se mostraban sus fotos, sus autógrafos, los saludos que habían filmado para sus amiguitas, sonreían con grititos de éxtasis preadolescente. El infierno debía ser algo como esto.
Nos quedamos un tiempo más ahí a que llegaran los otros actores, principalmente el que mi hermanita esperaba y al que debía darle los regalos y con el que debía largarse a llorar cuando lo viese. Mientras, me contó que había ido a la vanguardia del pelotón que rodeó a Mariano.
Diría que nos quedamos un tiempo largo esperando, como si ambos bandos hubieran arreglado una tregua de algunas horas para atender a los heridos en batalla. Decidimos sentarnos. Algunos mitad importantes-mitad ene-ene llegaron: fotos, autógrafos, saludos. El procedimiento de rutina. Lo importante era tener contacto con la mayor cantidad de famosos posibles para luego compartirlo en las redes sociales y lograr muchísimos likes. No eran muy conocidos, pero servían como bengalas de humo arrojadas desde la línea enemiga para dispersar a los centinelas. Mi hermanita se mostraba preocupada. Su chico no llegaba y la ansiedad ya estaba arrastrando consigo otras emociones.
En un momento, se empezaron a formar pequeñas asambleas de niñas para deliberar qué paso debía seguirse, si esperar más tiempo allí a que llegase, si irse a la puerta trasera por donde podría salir (si es que ya había entrado a los estudios sin ser visto) o si debían dirigirse hacia una iglesia donde se decía que estaría filmando exteriores. Esta última hipótesis se manejaba, según mi hermanita, porque le acababa de llegar la información a la presidenta del Club de Fans, quien gozaba de su momento de fama sobre la vereda de los estudios, al ser rodeada por una comisión de preadolescentes impacientes por el paradero de su platónico.
Después de unas horas más de espera infructífera, se sometieron las distintas mociones a una votación cuyo resultado fue dirigirse inmediatamente a la puerta trasera, por la que había grandes probabilidades de que salieran los famosos que faltaban. Por momentos, eran un verdadero ejemplo de democracia.
Fuimos. Bah, "fuimos". Las niñas salieron corriendo como cuí que cruza la ruta (todo lo hacían corriendo) y yo seguí al grupo de maratonistas rodeando la manzana más bien como lagarto que se detiene a tomar sol sobre la ruta.
Nos instalamos esta vez alrededor de un portón gigante por el que debían entrar y salir todo tipo de vehículos. Eramos menos esta vez. Algunos soldados habían caído en batalla o el tiempo había acabado con ellos. Me propuse leer uno de los libros que me había llevado previendo la situación. Mi hermanita ya se había puesto en labor de centinela frente al portón junto a las otras niñas.
Esperamos aproximadamente una hora. Había empezado a lloviznar hacía algunos minutos. Resignada, se acercó y me dijo que nos vayamos, que ya no saldrían. Le dije que esperaríamos media hora más, si ella quería. En ese momento, un gordo grandote de bigotes, que por su chaleco pude identificar que era de seguridad, salió del interior y empezó a abrirse paso en el tumulto y a generar un espacio, al tiempo que les comunicaba a las niñas que saldrían los famosos. Mi hermanita salió disparando hacia el pequeño grupo que se abría enfrentándose cara a cara, como los túneles que los futbolistas de un equipo hacen para despedir y aplaudir a los integrantes del otro equipo que acaba de descender tras la derrota.
Las niñas estaban verdaderamente enloquecidas. La voz del bigote de seguridad había sido como el grito de guerra que anunciaba la arremetida. Diría que, en ese estado, nadie podría vencerlas en el campo de batalla. Estaban extasiadas, rabiosas de felicidad. Mi hermanita era una lechuza, se daba vuelta y me sonreía como nunca me había sonreído antes, y volvía a fijar los ojos en el portón. Estaba verdaderamente ansiosa. No era para menos, al fin vería y podría abrazar a su gran amor, ese por el que habíamos padecido tantas horas de espera. El momento era de tensión, todas las niñas estaban al acecho de que el portón se abriera para atacar. Y el portón se abrió. Inmenso, se levantó chirriando como un gigante metálico que abre su boca para tragarse al puñado de niñas. Un auto polarizado hasta tal punto que nada podía verse dentro, sólo el color aluminio de sus llantas, atravesó el espacio que había sido abierto por las niñas y se fue a toda velocidad, huyendo.

Volvimos en silencio. Ella no hablaba, estaba decepcionada. Pero no parecía estar decepcionada con él, no podía culparlo. Él estaría trabajando incansablemente y seguramente no podía perder el tiempo en algo tan absurdo como firmar autógrafos. No tenía la culpa. Seguramente habríamos ido en el momento equivocado, seguramente nosotros seríamos los culpables de no verlo. Lo habíamos esperado doce horas en la puerta de los estudios de grabación justo cuando no estaba o estaba demasiado ocupado para salir a saludarnos. Fuese lo que fuese, confieso que tenía muchas ganas de golpearlo, pero no se lo dije a ella.
Mientras caminábamos hacia la parada del colectivo, empezó a lagrimear. Lloraba. Lloraba de impotencia por no verlo. Era la primera vez que la veía llorar por alguien. Entonces, en ese momento, en mi carácter de hermano mayor, sentí que debía decirle algo, como una enseñanza, algo que la aliviara.
No me salió otra cosa que decirle que llorara, que conociese el sentimiento. Le dije que no era la primera vez que alguien la decepcionaría y que en la vida tendría muchas desilusiones. Le dije que se iba a enamorar del hombre de su vida, pero ese hombre que resultaría ser la razón de su existencia, en algún momento dejaría de serlo, y que eso le dolería. El tiempo pasaría, ella cambiaría, conocería a otro que la enamoraría el doble, que amaría en cantidades el doble de ilimitadas, inimaginables para con el anterior, al que fácilmente olvidaría, y que es posible que ese sí sea el indicado, o quizás no. Nunca lo sabría, aunque en algún momento lo sentiría.
La abracé por encima de los hombros con un brazo y volví a decirle que llorara, que la tristeza se va por las lágrimas. Pensé que ya no sería aquella niña que había sido hasta hace un momento. Quizás acababa de atravesar la línea. Ahora era una mujer, con su primera herida a cuestas. Le dije que las mujeres se enamoran de los hombres. Simplemente aman a los hombres y lloran por los hombres. Y que los hombres, muchas veces, somos así. Unos hijos de puta.

Juan Pablo Svaluto Marchi

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