lunes, 30 de diciembre de 2013

Palabras

El amor, cuando acaba, dura todo un otoño. Se demora en desistir todo lo que tarda un árbol en secarse y deshojarse. El amor cae lento, flotando en el aire, suave, tenue. Se detiene en el tiempo, se mantiene estático en el aire y, luego, continúa su descenso. Es una muerte frágil, extraña, que ocupa el tiempo de una estación. No lo homologaría al dolor, no era dolor lo que él sentía al final del amor. Quizás lo que comienza con el debacle es un extranjerismo, un no sos de acá, que qué haces acá si vos sabés que te equivocaste de pueblo, pero dolor... No era dolor lo que él sentía cuando ella siempre le repetía las mismas palabras al oído, que sí, que lo amaba tanto, tan profundamente, que sin él todo se le haría doblemente cuesta arriba, que no sabría que hacer si él no estaría algún día ahí, a su lado, en ese momento. Él la escuchaba atentamente, o no. A veces le gustaba oírla, aunque sus sentimientos para con él se esfumen en el inicio de sus labios, le gustaba sentirse importante para alguien, saberse el cimiento de un pájaro. Otras no, se cansaba del léxico vacío, estéril, del amor en entradas de diccionario. En esos momentos no necesitaba escuchar. Podría dormirse, fingir que estaba dormido con los ojos abiertos, dejarla hablar, que diga todo lo que quiera, que parlotee tranquila, podría hacerlo, y al otro día levantarse y reproducirle cada palabra exactamente con el énfasis que ella le había puesto a cada sílaba. Podría reproducirle detalladamente cada impáss que había hecho entre oración y oración para tomar aire, las pitadas que le había dado al cigarrillo en cada receso, el movimiento de sus labios articulando las palabras, las pausas de su respiración entrecortada, sus dedos corriendo las sábanas, despacio, besándolo, podría describirle hasta su aliento, dibujar el cauce que se fue llenando como un goteo de palabras que se define en un ancho río, dividiéndolos como a dos países limítrofes. Es que eso eran. Eso es el amor cuando se acaba, una guerra civil que no quiere ser desatada. Y eso fue lo que él sentía mientras fijaba la vista en el techo, tendido en la cama, y olía la humedad que entraba por la ventana del pulmón del edificio. Sentía cómo los días se fueron hilvanando latosamente hasta dejar el nudo lo más tirante que se pueda, cómo la tensión que empujaba al tiempo los iba degradando con el paso de la horas, cómo se iban aferrando a cualquier cosa que el mundo les ofrecía hasta dejarse morir lo más humanamente posible. Quizás él sintiera que el amor, cuando se acababa, era como la superficie del mar detenido ahí, quieto, en el aire. Lo que sí sabía, o creía saber, es que el mar, y el amor, era más hondo y más oscuro en el centro de sus ojos.

Juan Pablo Svaluto Marchi