miércoles, 20 de marzo de 2013

Tiempo

Siempre suelo mirar hacia atrás,
detrás de mis ojos vueltos,
y entonces mis días son como
piedras hundiéndose
en el estanque del tiempo.

He de derramar tanta sal como ayeres.

Y así seré mar adentro,
y seré cenizas,
y seré la espuma que regresa
siempre a la orilla.

El tiempo se abre en nosotros
como una grieta y como una flor
con la misma violencia.

Juan Pablo Svaluto Marchi



martes, 12 de marzo de 2013

Mate

Es difícil empezar por relatar como era todo eso, muy difícil. No se enumera como una escala del uno al novecientos trece, ni siquiera sé si puede ser narrado con rigurosidad. Era algo que los unía por la simple complacencia de unir, porque sí, porque la vorágine y la ciudad decidieron en un momento que debía ser así, que el tiempo y el universo serían los encargados de carcomerles el estómago a cosquillas, jactándose de eso, de gravitar dos planetas tan semejantes como el par de cepillos de dientes que se atraen imantados detrás del espejo. Supongo que en la inexactitud estaba el amor. En el acto de descubrirse las pestañas en páginas interminables de silencio, uno al lado del otro, durante todo el día, sin abrir la boca, sin decir nada, ni siquiera emitir un gemido o un bostezo, como dos barcos que navegan serenos entre la oscuridad del mar, libres entre sí pero enlazados por la complicidad de sus luces. Era una especie de sencillez parecida a poner la mesa o cambiarle el agua sucia al ramo de flores que le regalaba todas las semanas, algo diario, invisible a los ojos pero que estaba ahí, por todas partes, debajo de la alfombra, detrás de las paredes. Algo así como levantarse más temprano de lo habitual y cerrarle la puerta de la habitación despacito, con sutileza, cuidando de no hacerla rechinar, convencido de que ella se quedaría a esperarlo metida allí dentro, en el único lugar que era imposible compartirse pero no encontrarse, o como si se recogieran la ropa desparramada por el piso para acomodársela en el ropero, con la estela blanca, fresca, de haberse estado deshojando lentamente sus cuerpos florecientes, arrancándose la piel en pétalos que caían al suelo flotando, tenues. Una suerte de tranquilidad que sobrevenía al vendaval de sus abrazos, al trance de sentirse, y así contarse con sus brazos que se echaban de menos, que estuvieron mucho tiempo hablándose, muchísimo, que ya no hacían falta tantas palabras, sólo bastaba con ir a la cama y que él encendiera el velador mientras ella prendía el televisor y así quedarse las noches enteras, livianamente enteras, uno leyendo y el otro mirando, sin tocarse pero sumergidos en un cauce insondable de caricias, enredándose con los dedos de los pies que siempre estuvieron ahí, acurrucados de frío entre medio de los dos, como el humo de sus cigarrillos que nacía entre los restos de sábanas y almohadas y se confundía en uno al llegar al techo. Es que era así, volátil. El amor era tan volátil. Era tanto como llenar el mate, agitarlo una, dos, tres veces, echarle un chorrito de agua fría para ablandar la yerba, ponerle la bombilla en el hueco humedecido, sentir el calor del vapor ondulante que se desprendía del agua y se elevaba por entre medio de los dos como ese instante mudo que los sellaría para siempre y, finalmente, alcanzarle el mate caliente, a punto, ese mate que él cebaba y ella tomaba a un costado del tiempo y que era el puente hacia la costa en la que ambos hacían pie, con la certeza de que no podía existir un modo más sincero y necesario de mostrarle que así no sólo le estaba alcanzando el mate, sino también el mundo y el alma, su mundo y su alma, desnuda, ya abierta, condenada a la brisa perpetua.

Creo que el amor, en fin, era eso: un conjunto de pequeños detalles que los abstraía de la vida aceptable.

Juan Pablo Svaluto Marchi




lunes, 4 de marzo de 2013

Nada

"Para que las palabras no basten es preciso alguna muerte en el corazón."
Alejandra Pizarnik.

Ahora el tiempo me culmina
casi por completo.
Yo elijo culminar a los pies del mar.

Allí me siento a verlos ignorarme:
el mar y vos, como las luces
de los barcos que nunca dicen nada.

Tampoco el viento sugiere,
ni el murmullo.

Sólo la arena fría;
y este cuerpo deshabitado
a la orilla del Atlántico.

Juan Pablo Svaluto Marchi