viernes, 26 de abril de 2013

Los mandados

La mayoría de las mañanas nos despertábamos solos en casa. Mamá estaba en el trabajo y consideraba que ya estábamos en edad suficiente para despegar la cabeza de la almohada sin que nos traiga el desayuno a la cama. Era verano. Por lo general, no teníamos alguna que otra ocupación que salir a jugar en los canteros del frente de la casa, o dibujar, o treparnos al techo a examinar los esqueletos de las palomas que se comía el gato y a los troncos del ombú del patio a mirar cómo las hormigas caminaban en fila india por los brazos inmensos del árbol frente a nuestros ojos incrédulos por la organización del pequeño mundo. Así tratábamos de matar el tiempo, salvo que tuviéramos que ir a la práctica de básquet con el profesor Ricardo Bari, mientras esperábamos que llegue a prepararnos el almuerzo que casi siempre consistía en milanesas con puré. Aunque, para nuestra desconcertada infancia, muchas veces nos esperaban obligaciones sobre la mesa de piedra que colgaba de la pared del comedor. Mamá siempre nos dejaba manuscritos breves si necesitaba que la ayudáramos con algún asunto de la casa del que no podía ocuparse porque estaba dando clases en algún colegio, sostenidos por algún objeto pesado para que no se volaran por el viento que entraba por el ventanal abierto y que daba a un costado lateral del patio, escritos con una desmesurada delicadeza en la caligrafía que hasta se podía oler en la tinta, con esa dulzura conque las madres nos dejaban los encargos en aquella época. En los papelitos nos pedía que fuéramos a hacer las compras al almacén de la esquina o a pedirle huesos para el perro a Bruni que siempre nos fiaba, y que le dijéramos sólo así, de esa manera, que me de huesos para el perro, que mi Mamá me manda a pedirle, que él sabía qué hacer, sabía que tenía que dárnoslos y que nos hacía ir a nosotros porque estaba ocupada en los quehaceres cotidianos de la casa o en el trabajo. Y yo siempre iba a la vanguardia, agarraba el trozo de hoja o servilleta que contenía la misión a cumplir y salía tras la reja de entrada pintada de negro que me topaba inmediatamente con el rastrojero del viejo Gómez estacionado en la vereda de enfrente, encantado de pisar la calle en esa mañana de verano donde el sol que se posaba sobre las membranas de los techos del barrio me achinaba la miradita inocente, ocultando mis ojos profundamente negros entre mis párpados, y la brisa que traía el olor a jazmines del jardín de Mamá sacudía sigilosamente el aire estancado por el intenso calor, haciéndome cosquillas en las piernecitas desnudas. En eso consistía mi felicidad por aquellos tiempos, era simple, donde lo único que se necesitaba para ser la envidia de toda la manzana era ir a hacerle los mandados a Mamá a los siete años. Ahora lo recuerdo, pero ya me cuesta mucho ser simple. Antes no importaba, ni siquiera sabía lo que era complicado, los niños no se preocupan por esas cosas, ellos hacen fácil el mundo. Quisiera regresar allá mientras escribo esto, rebobinar la cinta en el tiempo y las distancias hasta la calle Italia al setecientos. Ahí no había ni agitaciones ni temblores, todo estaba calmo, el aire me lo decía cuando hablaba con él. Sólo importaba la pelota de básquet y el gato y las carreras en bici en el campito de la esquina con los chicos del barrio y nuestro perro Black y las chocitas que improvisábamos entre los pastizales de un descampado abandonado a las dos de la tarde cuando el sol te calcinaba la espalda y las viejitas del barrio que se enojaban porque era la hora de la siesta y las despertábamos al tocarles timbre para venderles rifas para el campamento organizado por el Ricardo Gutierrez. Por suerte no eramos los únicos que pecábamos de inocentes. Recuerdo que también, cada algunos meses o años o cantidades ilimitadas de tiempo, aparecía de repente por las calles desérticas un entretenimiento inusual para nosotros: eran como caravanas de gitanos que surgían como de los espejismos del asfalto, que argüían estar de paso por nuestro pueblo y cuando caía la tardecita se esfumaban como humo hacia nunca se sabía dónde. Se los empezaba a ver a eso de la una, dos de la tarde, donde el receso comunitario ya había comenzado hace rato (se almorzaba a las doce en punto) y un silencio inmensamente quedo reinaba entre las casitas retraídas. Se mostraban con muchas jaulas colgadas entre los brazos, que no se sabía cómo hacían para llevarlas encima, con pájaros de todos los colores, como guacamayos o tucanes traídos de Matogrosso do Sul que se revoloteaban entre los alambres como fieras de circo, e iban de casa en casa ofreciendo las exóticas aves y cuando llegaban a la vereda de mi casa llamaban palmeando al frente de la puerta para venderle a Mamá esos especímenes nunca antes y jamás vistos ni encontrados entre la fauna del río Arrecifes, aunque algún niño del barrio asegurara haberlos visto por el tajamar mucho antes de que llegaran los lejanos caminantes exhibiéndolos. Y en ese momento a todos los chicos del vecindario se nos llenaba el pecho de un encantamiento ansioso, y en particular a nosotros, algo así como un asombro extremadamente efímero que queríamos aprovechar en su totalidad porque sabíamos que duraba lo que las palabras de Mamá, la verdad que no, te agradezco. Mamá era una mujer sincera, seca, sin rodeos, y nunca le compraba nada a los vendedores ambulantes de paso que eran algo ciertamente ocasional y raro en nuestra ciudad. Salvo a los durazneros, a esos sí les compraba, porque sabía que a mí me gustaban los duraznos de San Pedro. Mamá nos cuidaba mucho, por eso quiero volver allá, a donde era feliz con tan sólo imaginármelo, como cuando me mostró por primera vez el arcoiris que se elevaba por encima del tapial del patio de atrás y se extendía cayendo hasta la ruta 51, y allí quería ir yo a buscar a los duendes con sombreros verdes que custodiaban la casuela con el oro. Ahora ya no. Nada de eso sucede. Ahora todo late por Mamá con la misma fuerza de entonces, claro. Pero late en distintas partes de mi cuerpo, late en pedacitos que me los fueron desprendiendo de a poquito y que crujen como hojas secas cada vez que los pisan, porque cómo decirle a Mamá que no supe cuidarme solo en todo este tiempo, que ya no sabré ser el de entonces, que no sé en dónde anduve derramando mi inocencia ni a quién se la estuve entregando. Por eso quiero volver allá, quiero volver a saltar de la cama a las seis de la mañana porque dormir era aburrido. Allá nada era antiguo. Ahora sí, todo es antiguo, hasta mi corazón.

Juan Pablo Svaluto Marchi





domingo, 7 de abril de 2013

Mundo

Mi pecho es una puerta con candado,
y el mundo se ahoga por dentro.

Yo ya desisto.

Porque el mundo me pide aire,
y ya no lo aguanto.

Juan Pablo Svaluto Marchi