jueves, 24 de julio de 2014

Mamá, un avión chocó contra un edificio...

Mi hermano estaba parado frente al televisor, inmóvil, con el rostro aterido de un niño al que le acaban de robar la infancia, señalando con el dedo hacia adelante, formando con el brazo un excelente ángulo de noventa grados que se iniciaba en su hombro y culminaba en la yema de su dedo, la cual terminaba casi encima de la pantalla del televisor que mostraba cómo un avión se incrustaba de lleno adentro de un edificio por el que chorreaban nubes de humo negro a borbotones que se esfumaban hacia el cielo.
Mamá estaba lavando los platos y recuerdo perfectamente su reacción exaltada mientras se dirigía con el repasador entre las manos hacia el televisor. Su expresión frente a la pantalla era espasmódica.
Mi hermano no entendía muy bien lo que pasaba, seguía con el brazo en alto señalando hacia adelante y miraba a Mamá y volvía a mirar a la pantalla, otra vez giraba la cabeza hacia ella y volvía la vista hacia la pantalla, como no llegando a comprender lo que había dicho hace un momento.
Yo tampoco podía entender muy bien lo que estaba pasando, desde que mi hermano le había comunicado la noticia a Mamá me había quedado quieto donde estaba, sentado en el suelo del living-comedor, con los autitos en la mano, mirándola un poco asustado y otro poco intrigado, porque no sabía lo que estaba sucediendo pero podía adivinar en la expresión pálida de Mamá que algo malo era. Lo miré a mi hermano como buscando encontrar el mismo desconcierto que notaba en mí, una mirada cómplice, inocente, pero él no me miraba, seguía mirando una y otra vez a Mamá y al televisor.
Recuerdo que ese día el mundo de los adultos estaba distinto, como convulsionado. La gente en la calle se agitaba, se detenían en las esquinas a comentarse cosas, los autos pasaban rápido por la puerta de mi casa, los vecinos estaban todos en la vereda, alborotados, los clientes se agolpaban en la puerta del minimercado de la esquina, el carnicero había salido a la puerta del negocio, todos charlaban entre ellos como intentando encontrar una explicación a lo que había sucedido.
Mamá no nos decía nada, ni a mí ni a mi hermano, andaba por la casa de aquí para allá, se dirigía al teléfono, se iba a la pieza, regresaba otra vez a atender el teléfono sobre el barril de madera, volvía y se detenía un rato largo frente a las luces del televisor, llevándose la mano al rostro y tapándose la boca abierta.
Yo me había acomodado en un rincón del living, casi entre el barril de madera y la ventana y, como un espectador de teatro, miraba todo esto sentado sobre el suelo de cerámica fría, frente a la ventana que daba al patio delantero de la casa, con la cortina baja hasta dejar un pequeño resquicio sobre el alféizar que sólo me permitía mostrar los ojos al mundo, como en una trinchera.
En esa misma trinchera estaba yo cuando vino el tornado, algunos años atrás. Recuerdo que ese día estaba jugando con un amigo en el patio, y mi hermano también estaba con un amigo que vivía a la vuelta de casa. En total eramos cuatro, nosotros dos, y ellos dos. De repente, Mamá vino corriendo a llevarse al amigo de mi hermano y lo acompañó hasta su casa, mientras nos decía a los tres que quedábamos que nos metiéramos adentro de la casa. Tampoco entendíamos muy bien lo que pasaba, hasta que un viento largo comenzó a levantarse. Mamá volvió y nos encontró a los tres pegados a la misma ventana, con la persiana baja, mirando lo que sucedía afuera. La calle estaba desierta, sólo un gran viento y lluvia, muchísima, y la fachada de la casa del viejo Gómez que se adivinaba detrás de la cortina de agua.
Recuerdo que una silla de plástico pasó volando en dirección a la ruta. También recuerdo que mi amigo estaba preocupado, y lloraba. Lloraba porque no sabía qué estaba sucediendo con sus padres y su hermana, en su casa. Pero no podíamos acercarlo porque no era del barrio, vivía lejos, en otro barrio a la entrada del pueblo. Tampoco podíamos llamar a su casa porque ellos no tenían teléfono. Así que teníamos que esperar a que parara la tormenta para poder llevarlo. Mamá le dijo que no se preocupara, que sus padres estaban bien y que lo llevaríamos pronto con ellos. Mi amigo se tranquilizó.
Dejé de observar un rato por la ventana y volví a mirar hacia el televisor. Ahora eran dos los edificios que echaban humo por sus entrañas. Grandes torres de un humo negro espeso que alcanzaban alturas muchísimo mayores que los pararrayos de los edificios. Le avisé a Mamá y mi hermano, que seguía hipnotizado frente al televisor, le señaló una vez más la pantalla, ratificando lo que yo había dicho.
Las personas que hablaban en la tele decían que los que habían conducido los aviones en dirección a los edificios tenían nombre raros, y que los habían chocado a propósito, porque querían vengarse de algo que no entendía bien de qué se trataba. Mucho tiempo después encontrarían al jefe de los pilotos en una especie de cueva situada debajo de la tierra, en una casa que se hallaba a un par de cientos de metros de profundidad en un radio de miles de kilómetros de distancia partiendo de mi trinchera, por allá de donde ellos eran, en otro continente que más tarde aprendería a nombrar en el colegio.
La gente de la tele decía que vivían como los topos, pero que eran mucho más peligrosos que ellos, ya que podían ver, y que integraban grupos con nombres parecidos a los de esos pájaros blancos gigantes que pueden volar grandes distancias sobre el nivel del mar, alimentándose de los peces que capturan cayendo desde lo alto del cielo hacia lo profundo del océano, gracias a que sus víctimas no los pueden ver porque el sol las encandila y porque no oyen ni entienden lo que sucede afuera, como nosotros ahora.
Aún así, podía sentir que el pueblo estaba nervioso. No podría decir por qué, ninguno de los adultos quería decirnos nada de lo que estaba sucediendo, pero los niños somos como los animales que pueden percibir cuándo se acerca una tormenta y entonces huyen a buscar refugio antes de que comience a desatarse del todo. Previenen el desastre, digamos. Bueno, así, del mismo modo nosotros podíamos sentir no sé si en la atmósfera o en el aire tenso o en algún lugar cuándo las cosas estaban mal y cuándo no. Quizás sea en el comportamiento extraño de los adultos, en esa forma que tenían de moverse de aquí para allá rápidamente, sin tiempo para detenerse ante nuestra contemplación desconcertada, como se ponían la tarde antes de que llegue Papá Noel con los preparativos y eso, aunque nosotros pudiéramos darnos cuenta de todo, y a veces por ahí solucionarlo, pero eramos demasiado chicos para meternos en los problemas de los adultos.

Juan Pablo Svaluto Marchi