miércoles, 17 de julio de 2013

Golden Gate

Entré en pánico por segunda vez en el año. Todo un récord. Lo peor es que es predecible, pero inevitable. Todo comienza con un puntapié que ellos te asestan por debajo de la piel y de los huesos, avisándote que está empezando, una suerte de pequeño sacudón de la tierra que anuncia la llegada del sismo. Es un puntapié seco, corto, eficaz. Eso es en el primer aviso. Ellos te advierten que tenés que parar o que no hay vuelta atrás, que sino los puntapiés van a comenzar a aumentarse con mayor frecuencia con el correr de los días. Es un desafío: o parás, bajás un cambio, respirás profundo, muuuy profundo, tanto como si te tragaras la bocanada más gigantesca de aire contaminado que sea posible abarcar, o sencillamente seguís con la rutina. Vos elegís, pero ellos ya cumplieron con lo suyo. Una vez que elegiste, comienzan a impacientarse de a poco, despacio, de repente los empezás a sentír como si fueran pinchazos en la frente, detrás de la nuca, en el hígado, a lo ancho de todo el pecho, los del costado izquierdo son los peores, porque son pinchazos crueles, constantes como el aturdimiento, insufribles, y cuando te querés dar cuenta te encontrás entre arrastrando y sosteniéndote contra los azulejos de la cocina mientras apretás los dientes y te agarrás la sien entre las manos que no te alcanzan para detener la agudeza con que te paralizan el cerebro. Luego, como en una elipsis en el tiempo, lográs llegar hasta la habitación recobrando el aliento y te tirás en la cama pecho arriba a respirar la mayor cantidad de veces posibles como puedas sumergirte tórax adentro, yéndote tan profundamente con la última inhalación que a la vuelta no parás de suspirar hasta escupir el alma. Pasa, dicen, todo pasa. Y ya se cumplió casi una semana del último suceso y estás leyendo los apuntes de contratos escolares cuando comenzás a llorar y no entendés el por qué del llanto, pero es incontrolable, realmente. Supongo que debe tener una explicación biológica, en sí, y así es como la bolsa de los párpados ya no soporta más el peso de tanto mar aglomerado encima y lentamente empieza a rebalsarse hacia ambos costados de los ojos mientras alrededor de las pupilas todo se va enrojeciendo. Te quitás los anteojos con tranquilidad, sutilmente, cuidando de no doblarlos ni romperles las patillas, los apoyás sobre las fotocopias y es ahí, entre la luz enceguecedora del velador, que sentís cómo se desliza mejilla abajo esa gota que muere desintegrada en la comisura de los labios, degustándose en una suerte de sal rojiza que se mezcla con la saliva como en un cauce río abajo. Pero ahora el cauce es otro, es un cauce torrencial de lágrimas, que se van descolgando intermitentemente de entre las pestañas inferiores y se rebalsan desde dentro de los ojos como si la represa estuviera cediendo a la fuerza de esta nueva sustancia líquida de puntapiés salados. Entonces las lágrimas se balancean de una a otra pestaña como en un pasamanos somático, esforzándose por no caer al vacío, pero es que el torrente no soporta ni un milímetro más de encierro y por algún lado tiene que respirar, por algo se te estalla en el rostro como una catarata de puntapiés acuáticos que se deslizan desplomándose por ambas mejillas hacia la profundidad más absoluta. Hay veces que algunas intentan sostenerse de la nariz o de la punta de los labios, pero la correntada ya es tan inevitable y fuerte que se desbarrancan con todo el peso de la gravedad sobre sus espaldas y del extremo de la pera comienzan a caer en cantidades abismales hacia la oquedad oscura de las olas como una serie de suicidas del Golden Gate que acordaron de antemano arrojarse todos juntos a la vez y que mientras están cayendo se dicen entre ellos que pasa, piensan, todo pasa.
 
Juan Pablo Svaluto Marchi