sábado, 2 de noviembre de 2013

Lo esperable

Eran casi las once de la noche cuando otra vez empezó a sentir que la necesitaba. Ella había salido hacía un momento a tomar aire, dijo que se sentía mal, que en este encierro ya no se respiraba nada bien. Fue entonces que decidió irse a caminar un rato a la vera del río y a mirar cómo el agua retrocedía y regresaba estrepitosamente a estrellarse contra la coralera. A ella le gustaba escuchar el soplido del viento y ver cómo se golpeaba contra la superficie del río, arrugándola de a pequeños fragmentos, llevando y trayendo el agua de aquí para allá. Le gustaba imaginarse de niña arrojando piedras al agua, mientras se apoyaba sobre la balaustrada y encendía un cigarrillo. Era un lugar hermoso para ir a respirar, verdaderamente. Ella siempre lo invitaba a ir a respirar el aire frío y puro que se acercaba desde el horizonte ciego, pero él siempre se negaba, ella insistía y le preguntaba que por qué no, amor, pero el nunca le hizo caso, siempre terminaba con un no rotundo. A veces ni siquiera se tomaba el esfuerzo de emitir el monosílabo, y se limitaba a menear la cabeza de un lado para el otro mientras encendía un cigarrillo con la vista clavada en el suelo.
Miró el reloj: las agujas ya casi que llegaban a las once. La brisa nocturna golpeaba contra su nuca. Hacía rato que ella había salido y ya las cosas no guardaban ni un ápice de lo que eran antes.
El ruido del cerrojo corriéndose aún resonaba en su mente. Estaba de espaldas a la ventana abierta, echado sobre la silla, pensando en el crujido que había emitido la llave cuando ella cerró: un ruido breve, brusco y seco, como si te estuvieran partiendo los huesos en dos como a una rama. Le dio la última pitada al cigarrillo que había encendido hacía un rato y arrojó la colilla por la ventana abierta, diez pisos abajo. No era la primera vez que se ponía a pensar cómo se sentiría si estaría en el lugar de la colilla. Pero ahí estaba de vuelta el ruido de la llave raspando (o rasgando) en el interior de la cerradura, corto y determinante, y también estaban los ruegos de ella abrazándose a sus piernas para que no se vaya, arrastrándose por la alfombra del suelo, y las lágrimas cayendo desconsoladamente hacia el abismo de sus mejillas, estaban las promesas de que llegaría a la vejez acariciándole suavemente el pelo y protegiéndolo de la lluvia, pero principalmente ella estaba ahí, sentada, esperándolo a que regrese, esperándolo a que la encuentre, porque todos los días se habían prometido amor eterno y eso era lo esperable.
Respiró hondo, infló el pecho y exhaló el aire. Movió la vista en todas direcciones a su alrededor, luego detuvo la mirada en las imágenes de historietas pegadas en la puerta, todavía no volvía. Se paró, fue hasta la heladera y sacó una lata de cerveza. Regresó y se echó de nuevo en la silla. Se acomodó en el respaldo y se inclinó hacia atrás, cruzando los pies sobre la mesa y apoyando la nuca en el alfeizar de la ventana abierta. Fijó sus ojos en las estrellas: estaba lleno de esas lucecitas en toda la oscuridad del cielo. Cerró los ojos y tomó un trago de cerveza, sintió cómo el líquido frío bajaba por su garganta. Volvió a sumergirse en sus pensamientos. Lo recordaba todo, cada momento, como si acabaran de sucederse. Recordó la madrugada en que volvió completamente ebrio y le dijo a gritos que no la quería, que se fuera, que no soportaba un minuto más de su vida a su lado. También recordaba la noche en que se enfadó porque ella lo estaba esperando en los escalones de la puerta de entrada, o las tardes en que volvía del trabajo con un ramo de jazmines en la mano y la besaba y le decía que la amaba, que la amaría la vida entera, y cómo juntos imaginaban los nombres de los hijos que vendrían apenas egresaran de la universidad. Su cabeza era una vorágine interminable de pensamientos que se topaban entre sí intentando someterse, como su vorágine íntima, la de ellos, cuando se encontraron quién sabe por qué circunstancias de la vida para amarse precipitadamente. También recordó el día en que tuvo que decirle que la dejaría, mientras ella sentada en su regazo se abrazaba a su cuello y le humedecía el pecho con sus lágrimas y le decía que lo extrañaría todos los días de su vida, que se levantaría a esperarlo cada mañana y se acostaría todas las noches aguardando a que volviera.
El crepitar metálico de la llave introduciéndose en la cerradura lo halló hundido en sus pensamientos y le produjo una sensación gélida que le recorrió progresivamente los huesos. Se incorporó con brusquedad sobre sus pies, mientras ella cerraba la puerta y lo miraba con la vista desconcertada. Le preguntó qué le sucedía, si se sentía bien. Él la atrajo hacia sí y la estrecho en un abrazo contra su pecho, rodeándola con los brazos. Apoyó su mejilla sobre su cabeza y pudo sentir la brisa del río soplando sobre su pelo. Le dijo que la amaba, que la amaba con locura y que nunca podría dejar de amarla, que la esperaría todos los días de su vida a que regresara, que no tendría apuro en aguardar hasta el último instante de su existencia a que lo encuentre, que estaba arrepentido, que lo perdone, que no la había protegido como debía. Ella no respondió.

Juan Pablo Svaluto Marchi