domingo, 15 de junio de 2014

Catalunya

El pelo rubio, abultado, como una gran pompa de espuma fijada en el tiempo, la nariz aguileña, la mirada cansada que se desliza dibujando un arco en el espacio lentamente, siguiendo el movimiento de sus dedos sumergidos en la enmarañada cabeza del cliente y relojeando de cuando en cuando la pantalla del televisor, como un bote que descansa sobre el tranquilo vaivén de la superficie del mar. 
Así la veía yo, así la recuerdo. Me gustaba tirarme en el sillón a contemplarla precisamente porque en cada uno de sus movimientos podía encontrar una insurrección melancólica, como si en lugar del pelo estuviera cortándole las puntas delicadamente a una ladera de montañas, peinando las olas marroquíes hacia la otra orilla, fijando con spray las nubes amarillas de un cielo que había teñido de un ocaso rojizo, barriendo las pelusas al pie de un valle que quería ser llanura.
Mientras tanto, esperaba sentado debajo de los secadores de pelo automáticos mi turno para raparme completamente mi cabecita de travieso, no porque me agradara que me pasen la maquinita de cortar el pelo cada dos por tres, sino porque ella nos sobornaba con la suma de dos pesos a cada uno si es que nos dejábamos que hiciera tranquila y a su gusto. Por supuesto, la oferta nos parecía más que un superávit para el mercadito de nuestros bolsillos y la aceptábamos gustosos.
Eso fue un domingo al mediodía, después de que almorzáramos con la familia entera en casa de mi bisabuela Yaya, como acostumbrábamos a hacer todos los fines de semana casi como una cita religiosa. No recuerdo si esa mañana había estado en misa o no, quizás sí. Lo que sí me acuerdo es que no tenía nada de entretenido ir a la iglesia un domingo a las nueve de la mañana e internarse dentro de ese frío lúgubre que te estremecía hasta los huesos en cada rincón de la inmensa nave sólo para escuchar a un cura recitar la biblia según Mateo o no sé qué tipo de santidad. Pero con los chicos del barrio íbamos igual porque sabíamos que iba a estar la compañerita del colegio que nos gustaba a cada uno, esa a la que en los recreos le hacíamos llegar por un amiguito la carta que le habíamos escrito la noche anterior abajo de la cama mientras Mamá preparaba la cena. Sí, esa, la que en el recreo tenía una trenza color castaño claro que le bajaba paralelamente a un par de tiras de lazos azules que le caían con delicadeza hasta rozarles el cuello del guardapolvo. En nuestro interior de fantasía, como si estuviéramos adentro de uno de esos capítulos de dibujitos, sabíamos que la oportunidad era ideal para agarrarlas desprevenidas sobre el amplio atrio castigado por el sol y, mientras sus padres se arrodillaban a rezar en los reclinatorios de la iglesia, decirles que gustábamos de ellas o simplemente ir al grano de una y preguntarles si querían ser nuestras novias adelante de todos, convencidísimos de que con esa escena de valentía le estábamos demostrando al resto del grupo entero lo que era tener coraje, sin temor de que nos corten el rostro.
Había veces que las chicas nos dejaban plantados repentinamente. Entonces, aburridos sobre las escaleras que descendían hacia la calle, nos cruzábamos a la plaza Mitre y nos trepábamos, como si fuéramos ardillas, por las entrañas de los pinos a buscar los huevos de los nidos de paloma para agarrarlos un ratito entre las manos, examinarlos, acariciarlos y adivinar por el tacto tibio si la madre estaría cerca, escondida por ahí, mirándonos con sus ojos nerviosos, y enseguida dejarlos de nuevo en su lugar, con ese amor y esa levedad angelical conque una madre coloca a su bebe dentro de la cuna, sin hacerles daño, creyéndonos los guardianes de la naturaleza con ese acto de misericordia humana.
En eso pensaba mientras esperaba mi turno y escuchaba cómo la abuela se hablaba con su hermana en ese idioma tan extraño que nosotros no entendíamos y que ellas bien lo sabían, y yo estaba segurísimo que por eso lo hacían, algo así como una suerte de conspiración que tenían para con el resto de la comunidad hispanohablante, una especie de secta dialectal que no quería que supiésemos lo que decían o quizás, simplemente, era una suerte de manifestación nostálgica, un piquete al destino, una manera de sentirse (o vivirse) en Catalunya estando tan lejos de ella, de arrimarla un poquito más todos los días para este lado del mapa.
Así, mientras fijaba los ojos en el movimiento de los labios de la abuela para intentar desgranarle morfológicamente alguna de las palabras que emitía, decidí cerrar los ojos, apoyé la cabeza en el respaldo del asiento y me quedé oyendo esa suerte de melodía ancestral. Las escuchaba intercambiarse frases enteras en ese dialecto insumiso plagado de consonantes trabadas y terminaciones en emes, que hacía tanto hincapié en la vibración de la erre como si fuera la misma sangre agudizada de la tierra la que la pronunciaba.
Fue en ese momento cuando no pude oír más que un silencio que avanzaba paulatinamente hacia el interior de mi cabeza. Me extrañé y levanté los párpados despacio, pero no pude ver nada, todo yacía absolutamente oscuro. Me di cuenta que estaba acostado por el frío que me recorría estáticamente desde la nuca hasta la espalda, de modo que mi nariz podía rozar la superficie de madera que parecía oler a roble, y que me cerraba el paso frente a mis ojos. A mi lado había una niña rubia, pequeñita, por cuyos ambos hombros descansaban un par de trencitas que le nacían desde los márgenes del pelo. Su madre intentaba tranquilizarla cantándole una canción que parecía ser de cuna en la lengua de mi abuela, a la vez que ensayaba una sonrisa en el semblante deteriorado por el cansancio, aunque la niña parecía estar tranquila de todos modos. Qué li darem en el noi de la mare? Qué li darem que li sápiga bo? panses i figues i nous i olives, panses i figues i mel i mató. Los tres permanecíamos acostados panza arriba, aguardando algo como resignados, en esa especie de altillo o sótano oscuro y húmedo en el que no corría el aire. Giré la cabeza hacia mi derecha, apoyando la oreja sobre la madera del suelo fresca por la humedad de los hongos, y las miré. La mujer levantó la vista y fijó los ojos en mí por un instante, luego la bajó hacia el semblante de la nena y volvió a susurrarle la canción al oído. Tan patantam que les figues són verdes, tan patantam que ja madurarán.
Apenas sólo unas líneas de luz entraban por las grietas de la madera, cuando el techo que casi no nos permitía respirar se levantó y enseguida esas delgados hilos de luz se apoderaron del lugar entero, encandilándome completamente la vista, lo que me impidió poder ver a los individuos que levantaron la madera aunque sí pude oír que se hablaban entre sí en el mismo idioma de la niña y la mujer. Ayudaron a salir a mis compañeras y les dieron unas papas para que coman y agua, luego le acercaron a la mujer una manta para que arrope a la niña. Enseguida las condujeron por el interior de una casa que estaba cerrada hermenéuticamente, sellada como un frasco de arañas, salvo por la claridad del día que asomaba por alguna ventana que había quedado despejada.
Decidí seguirlos. Salimos por la puerta de calle. La mujer llevaba la niña en brazos y yo iba algunos pasos retrasados, detrás de los individuos que hacían caso omiso a mi presencia. La atmósfera estaba seca. La calle estaba completamente desolada, nada parecía dar indicios de presencia, ni siquiera un ruido. Era la postal de un pueblo ausente, petrificado. Todo estaba tan callado como el silencio duro de los adoquines. Caminamos unos metros por la vereda hasta pasar frente a la balaustrada de una carnicería deshabitada. Miré para el interior del negocio: de uno de los ganchos que en algún momento exhibieron las reses, esta vez colgaba un niño de la garganta, que se balanceaba suavemente como un péndulo que está apunto de aquietarse, con los ojos blancos como la nieve. No pude reconocer su rostro, pero la mujer y las personas que la acompañaban se llevaron las manos a la boca, a la vez que exclamaron un gesto de horror y de angustia. Seguimos de largo. Pude ver cómo la mujer hablaba con uno de los hombres, que la rodeó con el brazo. Mientras seguíamos caminando, sacó un pedazo de pan de su bolsillo y se lo dio a la nena para que lo comiera. Cartes de racionament. El timbre suave, delicado, llegó hasta el interior de mi oído junto a las explosiones.

Juan Pablo Svaluto Marchi





viernes, 6 de junio de 2014

Infancia

Mi infancia cabe
en el pétalo de un jazmín,
se refleja
en la desmesura de un ventanal,
y se refriega
como un perro en el pasto
sobre una membrana de enero.

En una mañana
con treinta y cinco grados
en la planta de los pies,
llena de paréntesis de aire.

Juan Pablo Svaluto Marchi