lunes, 24 de junio de 2013

Pastillas para dormir a los veintiuno.

Ahora sí, logré dormirme. Sí, costó, pero estoy seguro de que me dormí hace muchísimo tiempo, creo que fue justo cuando decidí apagar la computadora y dejar de esperar que aparezca ese circulito verde al lado de tu nombre para poder hablarte, como para saber cómo estás y qué hacías y esas conversaciones que últimamente se me están haciendo necesarias por ósmosis entre lo que revolotea debajo de mi piel y vos, no sé, como una suerte de consuelo de que el insomnio a veces puede llegar a ser un lugar ambiguo entre vos y yo. Bueno, te decía, siempre me estoy derrumbando de sueño pero intento quedarme leyendo algo un rato más mientras espero para ver si en una de esas aparecés dándole forma al circulito color verde flúor intenso que se enciende y se apaga titilando como las lucesitas de los aviones que se congelan en el cielo a miles de millas de oscuridad, ese redondelito resplandeciente que pegado al retrato de tu perfil puede volverse hasta tierno y abrirse como el par de ojos verdes de un gato negro que te mira fijo entre los pasillos lóbregos de tu antigua casa y te hace sobresaltar la infancia por primera vez a los cinco años. Y así me quedo, inflexible, esperando que se fije ahí, sobre el fondo blanco, justo al lado de tu apellido, como si encendieras la luz de tu habitación en medio de la penumbra y el ventanal iluminado fuera la señal de que tus padres ya se durmieron y que tengo vía libre para treparme por el balcón, porque ahora somos como una lista de asistencia en donde nosotros decidimos cuándo ausentarnos y presentarnos sin tener que darles explicaciones a ningún profesor ni que nos amenacen con quedarnos libres. Pero bueno, te cuento que el condenado circulo siempre yació vacío desde que me distraje escribiendo esto como mis esperanzas de que lo enciendas, aunque eso ya no importa, porque ahora logré dormirme y aquella espera se diluyó hace un par de horas o unos segundos atrás y ahora lo único que me interesa es seguir durmiendo para poder levantarme mañana temprano; por las dudas, no voy a mirar el reloj, me acostumbré a no mirarlo para consolarme al día siguiente de que logré dormir muchísimo tiempo y tengo más aún para sumergirme en un coma plácidamente inducido por el recuerdo de tus besos de fin de semana, pero ahí es cuando dicen que el tiempo es un sujeto que se pasa volando y no, te puedo asegurar que arrastrándose entre las sábanas durante toda la noche se torna inalcanzable. Es una compañía media extraña, a veces uno opta por terminar haciéndose amigo de ese desequilibrado mental con tal de que te deje juntar los párpados por un rato. Yo lo veo en todas partes, sé cuánto le gusta acurrucarse entre toda la exagerada condecoración de almohadones que fingen reemplazarte, los conoce uno por uno, son como tres o cinco o seis, los enumera todas la noches y los nombra por sus colores: el negro, el púrpura, el naranja, el púrpura más intenso, el color cebra. También dicen que en ocasiones se puede llegar a tocar el fondo del silencio, y que allá abajo el olor de tu pelo rompe con todos los esquemas, porque el silencio a veces suele ser hondísimo, tanto que podés caer hasta donde el tiempo se torna estático, y es ahí entonces cuando el tiempo y el silencio y vos se vuelven algo inevitablemente unívoco, preciso, porque seguro que pensarás que estoy delirando de insomnio cuando te digo que te extraño, y que también sea necesario que para extrañarte sea muy pronto, porque ya me hiciste conocer la molestia que te genera tu convencimiento inapelable de que todo esto no es más que una farsa, porque es socialmente inconcebible para vos que yo necesite abrazarte por un instante cuando prácticamente ni nos conocemos, y ya lo sé, no me digas nada, aún tengo grabada como una huella semiótica en el cerebro tu expresión de cuando me hiciste saber de manera efusiva que todo eso te molestaba y mucho. Así que no seas ingenuo, Juan, las palabras se las lleva el sueño, y esas cosas al final no suceden, intentá dormirte, tapate hasta el cuello y concentrate en el horizonte del colchón que se extiende como la superficie del mar quedo hasta romperse contra la inexpresiva pared blanca, interrumpiéndote la mirada como un shock vanguardista del siglo veintiuno. Además, recién te acostás y tenés tiempo para dormirte, Juan, tranquilo, despreocupate, todavía es temprano, si quedaban como siete horas para descansar hasta el otro día y sí, siempre te pasa, sí, tenías que hacerlo, tenías que mirar el reloj que te marca las cuatro de la madrugada mostrándote que eso no es más que otra prueba de que las cosas no siempre son como vos querés que sean, Juan. Es áspero, ¿no?, claro que sí, pero mejor dejá de pensar y dormite y ya, tratá de poner la mente en blanco, simplemente hace de cuenta que tus horas son blancas, vas a ver lo hermoso que es ir por el mundo suponiendote blanco, hacés todo en blanco, caminás por las calles en blanco esquivando la gente como si fueran diversos blancos y te tapás con las almohadas blancas y con las sábanas de tantos matices blanquecinos como los esquimales puedan nombrar, y lo único que te faltaría es dejar de enredar a cada rato ese espacio harto blanco de tu mente que se ve ennegrecido por la súbita interrupción de una balacera de pensamientos incesantes que se disparan desde ambas sienes a la vez, porque no sabés qué está haciendo el mundo allá afuera y vos acá pensando que estará haciendo ella, si duerme o piensa o goza o qué, y el hecho ya fue consumado hace rato pero ahora esa tortuga oculta emerge desde el fondo del océano bruscamente hacia la superficie a tomar aire en ese mar de leche blanca que ondulaba apaciblemente dentro de tu cabeza hasta hace un instante y que ahora es un va y viene de barcos que se baten hacia atrás incesantes, porque tanteás la mesita de luz repleta de libros y el cenicero y el estuche de los anteojos y lográs rescatar de entre todo ese tumulto de cosas el celular que de repente te recrudece las ojeras con un habilidísimo seis a.m., que acierta directamente sobre tu pómulo derecho un cross que lo sentís hasta en la nuca y te precipita boca abajo chorreando hilos de saliva y sangre que se deslizan por toda la lona entre un conteo paulatino y desértico que no terminás de entender del todo y vos que creías que ibas a dormir tan placenteramente esta noche y mañana te levantabas plenito a encarar el último día de la semana para poner la pava temprano y aprovechar el sol de la mañana que te iluminaría la sonrisa con la idea de saber de que ella sí, que ella también estaría allá, del otro lado, abandonándose al mismo sol que quisieras haber disfrutado esta mañana pero no pudiste hacerlo porque te rehusaste a que tu hígado sea un fluir amarillento y burbujeante de fármacos efervescentes que te ayudasen a encauzar el metabolismo encallado, cuando debieras haber estado durmiendo hace tantas horas atrás, Juan, pero tantas horas, y ahora esa deseo de volver atrás se retuerce de intangibilidad porque volvés a enfrentar el reloj con un pánico detestablemente imbécil y te das cuenta que son las seis y cincuenta y nueve de la mañana, justo a un minuto exacto de que suene el estrepitoso despertador chillando y rebotando descomunalmente por toda la habitación con esa canción que antes te encantaba oír y ahora te tiene realmente cansado de que te arranque todas las mañanas de tu simulacro de sueño que te cuesta tanto interpretar y es entonces que arriba, Juan, a ducharse rápido, que ya son las siete.

Juan Pablo Svaluto Marchi