miércoles, 11 de septiembre de 2013

La gente en el espejo

Están dejados, lo sabés muy bien. Fijate en los detalles de la cara, miralos atentamente, se les nota hasta en los ojos secos.
Y sí, hoy es uno de esos días en que cuando me levanté los encontré tiradísimos por todos los rincones del espejo. Ellos me miraban como fijo, desde adentro del cristal, y me daban lástima, una verdadera lástima. Parecía que les hubiera costado muchísimo despertarse, pero muchísimo, como si hace un año que levantarse implicara un esfuerzo cuasi-devastador.
Abrir los ojos, encontrarse con la frazada delante de las pupilas, correrla, parpadear un poco, volver a abrir los ojos, restregarse las lagañas con los nudillos, asegurarse de que estén despiertos y demás atizamientos que se conjugan entre los albores del día. Es como si fuera que, cada una hora, tuvieran que irse despertando de a pequeñas partes, hasta que por fin se despabilan por completo deshaciéndose de la somnolencia que hasta hace minutos cargaban sobre la espalda.
Esa gente en el espejo, es increíble. Había veces que me iba a bañar porque me hartaba de mirarla. Entonces terminaba, cerraba la ducha, luego el sonido de las últimas gotas estrellándose contra el mármol color leche de debajo de la planta de los pies, el agua en su desesperada regresión hacia el desagote, el chirriar de los anillos de la cortina, el frío de los azulejos del piso, me secaba el pelo, tranquilo, siempre dándoles la espalda y tratando de no mirarlos. No quería ni verlos, sabía que si los miraba de reojo, aunque sea, me iban a transmitir un ápice de esa pesadumbre con que se manejan por ahí adentro, lentos, como anclados en una abismal lejanía.
Pero bueno, así las cosas, y tenía que afeitarme, lavarme los dientes, peinarme, no me quedaba otra, te juro que son tristes, muy tristes. Por eso nunca me gusta encontrarme con ellos.
Tienen el semblante demacrado, las arrugas, y esas ojeras saturándose de impregnación, avanzando pausadamente hacia los pómulos. Me agarraban ganas de gritarles, de decirles algo.
Honestamente, no podés quedarte ahí parado sin decirles nada, sin advertirles que no pueden salir a la calle con esas ojeras. Son muy evidentes, se notan en la expresión que te generan en el instante inmediato a que se las ves. Escuchame bien, miralas, es una oscuridad inconcebible, deciles que se les nota, por favor, que son lamentosas, que no van a poder mirar a nadie a la cara porque todo el mundo se va a dar cuenta que tienen dos manchas inmensas que se precipitan como torrentes de cataratas negras debajo de los párpados, y entonces les van a preguntar qué les pasa, si durmieron bien, si comieron bien, que no se hagan problema, que son jóvenes, por favor, que mirame a mí, que yo a tu edad, ¿sabés cómo estaría disfrutando?, que después te arrepentís, que bla bla bla.
De todos modos, ni te gastes, no vale la pena, la gente esa del espejo no sabe lo que es oír, es inútil, es así no más, te aseguro que es innato, ya lo traen desde antes de que comiencen a reflejarse, son espontáneos, son una raza que por supervivencia deciden no escucharse más que a sí mismos.
Como te dije, nunca me gustó detenerme frente a ellos, me incomodan.
Son tristes, ellos están, simplemente están. Habitan un tiempo que nunca fue, que quiso ser, pero el tiempo real se les pasó como una ráfaga que les desorbitó los esquemas y los dejó atrás, tirados y guardados ahí adentro, entre vos y la alacena blanca que esconde la espuma de afeitar.
Creo que prefieren sentirse lejos, aislados, al alcance de todos los que no pudieron comprenderlos, quedarse en aquella nostalgia de querer ser lo que no pudiste ser vos todas las madrugadas que te los encontraste ahí dentro.
Son sólo ellos, no hay con qué darles, son un país independiente, y esa voz que les habla de adentro, y que les dice que hagan esta cosa o lo otro, y que después vuelvan a hacer aquello y así.
Acostumbrate a que te suceda cada dos años. De onda.

Juan Pablo Svaluto Marchi