jueves, 12 de marzo de 2015

Tempus fugit

Cada vez que conozco a alguien que me mueve el piso es como que tengo la necesidad de huir. Así, exactamente como en un terremoto. Huir a no sé dónde, pero escapar hasta encontrar la sensación de estar a salvo. En realidad, no quiero huir ni mucho menos. Pero necesito irme, un rato, unos días. Demostrarme a mí mismo que el mundo ahí afuera sigue siendo igual a como era antes de conocerla: que los autos siguen embotellados a los bocinazos, que el portero sigue en el zaguán a las siete de la tarde como todos los días, que el puestito de flores sigue firme y verde ahí en la esquina, que los vecinos del edificio del frente siguen en el balcón regando sus plantas y dándoles de comer a sus pajaritos enjaulados, que el sol sigue saliendo, que la lluvia  y el frío se siguen demorando, que todavía imagino ser un pez, que el Chevallier sigue partiendo impuntual, que mi Mamá sigue proponiéndome tomar unos mates cada vez que vuelvo a visitarla, que mis hermanitos siguen preguntándome si me voy a quedar a dormir cada vez que vuelvo, que yo sigo contestándoles que esa noche voy a salir a tomar algo con mis amigos, que mirá si al fin encontré a la madre de mis hijos, que ahora Buenos Aires te quiero por presentarme a la mujer de mi vida que no conozco pero algo me dice que lo es, que no seas tan entusiasta, que la vas a asustar, que qué salame sos, que ya.
La cuestión es que me voy, me alejo. Me adentro unos días en un sitio donde seguro no la voy a encontrar. Aunque la necesite, la mantengo lejos, y me demuestro que puedo seguir dependiendo de mí mismo, que sólo fue un temblor grave en la escala de mi ansiedad pero que todo volvió a estar quieto y que seguís siendo feliz igual, y que todo va a estar bien.
No me considero una persona dependiente. Creo que no lo soy. Soy bastante independiente de mi familia, de mis amigos, de los demás, del mundo, de los estados de ánimo. Después de mucho tiempo de pensar que lo era, llegué a la conclusión de que no, de que simplemente hay personas que nacen para el amor y otras que no. A veces, se trata de encontrar la mejor versión de uno mismo en otra persona, no necesariamente en depender de esa persona.
La plenitud es un estadio muy difícil de lograr. Me refiero a la plenitud interna, la felicidad, el sentido de despertarte todos los días a las siete de la mañana para ir a trabajar, de volver a tu casa, almorzar, mirar el horario, salir para la facultad, cursar, estudiar, leer, volver a tu casa, cenar, revisar Twitter, acostarte, poner el despertador, dormir, volver a levantarte. Toda esa banalidad necesita un sentido, una respuesta a la pregunta. Virgilio dice (porque quien escribe dice para siempre, para ahora y para después): "Collige, virgo, rosas, ¡tempus fugit!" (que quiere decir algo así como "Coge, virgen, las rosas, ¡el tiempo huye!"). La cuestión es que sí, el tiempo huye, todos los días, se te escurre entre los dedos como arena, prueben atraparlo y van a ver cómo se sienten unos inútiles.
Pues bien, soy de esas personas que encuentran la mejor versión de sí mismos cuando están acompañados, quizás sea porque la independencia nunca nadie la logró solo. Me gusta el amor, amo el amor. Por eso siento la necesidad de amar, porque no conozco otra forma de ser feliz que no sea amando, porque me niego a que exista otra manera de encontrar la felicidad que no sea a través del amor. La verdad es que la vida sin amor me resulta demasiado aburrida y ahí está el quid de todo: estoy aburrido.

Juan Pablo Svaluto Marchi



No hay comentarios: