lunes, 5 de enero de 2015

Segundas oportunidades

Era el partido más importante en la historia del club. Y a pesar de que lo fuera, también era obvio que no teníamos demasiadas chances de ganarlo. Pero como los hinchas, en el fondo hondísimo de nuestra existencia, somos personas, razonamos como personas, y la esperanza es un invención moral de las personas. Es complicado, hay que saber manejarla, es como una bomba de tiempo que sabés que, por más que esperes, nunca va a estallar. A mí entender, creo que es un recurso agotable, que una vez que se agota lo seguimos utilizando para complacernos pero nunca va a vencer una pared, y golpearse la cabeza contra la pared tampoco es la solución. Pienso que habría que aceptar.
Ese sábado fue uno de los más tristes de mi vida. La noche anterior había sido dura, no me la esperaba. De las pocas cosas que me acuerdo es que esa noche ella estaba hermosa. Radiante. Recuerdo que se lo dije cuando hablamos e intentaba explicarle (como mi estado me lo permitía) lo preciosa que estaba, lo mucho que me alegraba de verla, de tenerla conmigo. Ella me lo agradeció. A veces pienso que quizás el ser humano es posesivo por naturaleza. Con el tiempo, ese recuerdo se transformaría en una fotografía en mi memoria que al verla volvería a revolotear dentro de mi estómago.
Esa noche, otra fotografía también quedaría grabada en mi cabeza. Fue cuando la vi irse. Estaba hablando con mis amigos, creyendo que ya no la volvería a ver por esa noche, como ella me lo había dicho. Sin embargo, cuando ya estaba terminando, me encontré mirando cómo asentía con la cabeza, tan linda, tan prolija en su expresión, cuando él le dijo ¿vamos? Estaba demasiado hermosa como para que mis ojos pudieran aceptar la situación. Los días anteriores tenía la sensación de que venía sucediendo, hasta que dejó de suceder. Así, sin más, y sin aviso. En ese momento, mientras la veía salir, me di cuenta que la quería, pero la decepción es un viaje de ida y, si algo me había enseñado la vida, es que en el amor no hay segundas oportunidades.
Igual que con el Real, ahí tampoco hay segundas oportunidades. Al menos con este Real. La comparación me resulta un poco burda, comparar un partido de fútbol con el amor, qué estupidez, pero qué va. Esos tipos son una máquina, una máquina sin sentimientos. Millonarios excéntricos que tienen el mundo a sus pies, el mundo opulento del fútbol, que es este mundo, básicamente, o al menos el que yo conozco.
Aún así, como dije, pensábamos que podíamos dar el batacazo. Doce mil personas se fueron hasta la sede española en África donde se disputó esa competencia que tanto no nos importaba como cuanto nos importó la Libertadores. Esa que nos ponía a la par de nuestros vecinos, por la que tanto esperamos y al final la conseguimos.
El mundial era de yapa, de verdad que tanto no nos importaba, pero la posibilidad de ganársela al Real Madrid, al mejor equipo del mundo, a la selección planetaria, era absolutamente seductora. Nadie podría decirnos nada por el resto de nuestras vidas de hinchas, se la ganaríamos al mejor equipo de la historia del fútbol mundial a nivel de clubes y callaríamos a todo el fútbol argentino.
Sabíamos que no le llegábamos ni a los talones, mucho menos viniendo de ganarle en tiempo suplementario a un equipo neocelandés semiprofesional en el que jugaban albañiles, comerciantes, hippies que recorrían el mundo y un japonés que en temporada baja regresaba a su país para jugar en aquella liga y no perder ritmo físico.
También sabíamos que nosotros teníamos algo que ellos no: sangre. Ellos ganaron el "Mundialito", como le decían. Para nosotros era lo más importante en nivel de competencia en la historia del club, aunque no pasaba nada si no lo ganábamos (repito).
Al final, ellos nos ganaron, con errores nuestros, pero nos ganaron, como esperaban todos, como esperábamos también nosotros en el fondo. Ellos salieron campeones y no se abrazaron, no festejaron, no demostraron alegría, tristeza, nada. Terminaron de jugar el partido, recibieron el premio y a seguir facturando. Máquinas sin sentimientos, literalmente. Será que cuando se llega a la cima de la fama, la popularidad, el dinero, cuando ya se alcanzaron todos los deseos ordinarios del humano, ¿ya no hay nada por lo que satisfacerse? Lo tienen todo, pero a la vez no tienen nada, me dije. Y me alegré porque mi equipo de fútbol me haya generado ese sentimiento de tristeza, feo pero genuino, una suerte de eutropeia, el equilibrio.
Además, para mí no era un partido especial sólo por la importancia de la competencia, tenía un condimento aparte, una herencia familiar, ancestral, una suerte de regresión a vidas pasadas que no me permito olvidar. En cierto sentido, me siento orgulloso de llevar en la sangre ese destino romántico.
Así, quise aferrarme a esas cosas a las que te aferras cuando los argumentos mundanos se te acaban. Porque en el raciocinio mundano era imposible que sucediera lo que queríamos. Así que decidí creer en la Yaya, que es Catalunya, y creí que desde donde esté (que no sé dónde será pero en algún lugar) iba a hacer que San Lorenzo gane. Porque el Real era España, la Real España, el equipo de Dios, como habían declarado en la semana. Nosotros eramos San Lorenzo, el equipo del Papa, que también tenía los colores del Barcelona, clásico rival del merengue. Pensaba, en mi inocencia, que ganarle el mundial al Real sería un pedacito de independencia logrado desde el más allá, desde el ultramundo. Simbólico, sí, pero la independencia, al fin y al cabo, es un sentimiento abstracto, como todo lo interesante en este mundo.
Y ahí estaba, expectante, con esa adrenalina que te sube por la sangre en las definiciones. Por un momento creí que íbamos a ganarles, pero el gol de Ramos fue como un misil dirigido directamente al corazón. Una sensación muy parecida al gol de Götze en la final del mundial. Un portazo seco que te cala hasta los huesos. Sí, justo en el momento en que creías alcanzar la gloria, todo se te derrumba. Así, de repente, como un castillo de naipes que cae. Dicen que la decepción puede generar la misma o mayor sensación de depresión que la de un golpe certero. Comprendí que eso era posible.
Volví a la tierra. Me crucé de brazos sobre la mesa y apoyé la cabeza sobre ellos, de costado, mientras miraba fijo a la pantalla, con la mente en blanco. No quería pensar. No tenía ganas de pensar, ni de sentir, aunque en ese momento se me vinieron unas incontrolables ganas de echarme a llorar ahí mismo. Estaba seguro que no era por el resultado, al final, sólo era un partido de fútbol, no más. Así que no lo hice. Todos pensarían que sería por San Lorenzo y no podía darme el gusto de mostrarme triste adelante de ellos.
Seguido al gol de Ramos, terminó el primer tiempo. Unas horas antes un periodista español había dicho que apostaba un café a que no llegaríamos con vida al descanso. Supuse que le debía uno. Era imposible remontarlo. Los ojos se me llenaron de lágrimas, pero como estaba mi familia afuera y no quería que me vieran en ese estado, me cubrí con los lentes de sol y fui a distraerme con los niños.
Mientras veía cómo arrojaban manzanas hacia el otro lado de la calle, que recogían inmaduras del pasto, en la tranquilidad de un atardecer que cae sobre un paraje, recordé la noche anterior. Recordé que cuando salí del bar, afuera llovía a cántaros. Adentro también.

Juan Pablo Svaluto Marchi


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