El pelo rubio, abultado, como una gran
pompa de espuma fijada en el tiempo, la nariz aguileña, la mirada cansada que
se desliza dibujando un arco en el espacio lentamente, siguiendo el movimiento
de sus dedos sumergidos en la enmarañada cabeza del cliente y relojeando de
cuando en cuando la pantalla del televisor, como un bote que descansa sobre el
tranquilo vaivén de la superficie del mar.
Así la veía yo, así la recuerdo. Me
gustaba tirarme en el sillón a contemplarla precisamente porque en cada uno de
sus movimientos podía encontrar una insurrección melancólica, como si en lugar
del pelo estuviera cortándole las puntas delicadamente a una ladera de
montañas, peinando las olas marroquíes hacia la otra orilla, fijando con spray
las nubes amarillas de un cielo que había teñido de un ocaso rojizo, barriendo
las pelusas al pie de un valle que quería ser llanura.
Mientras tanto, esperaba sentado debajo de
los secadores de pelo automáticos mi turno para raparme completamente mi
cabecita de travieso, no porque me agradara que me pasen la maquinita de cortar
el pelo cada dos por tres, sino porque ella nos sobornaba con la suma de dos
pesos a cada uno si es que nos dejábamos que hiciera tranquila y a su gusto.
Por supuesto, la oferta nos parecía más que un superávit para el mercadito de
nuestros bolsillos y la aceptábamos gustosos.
Eso fue un domingo al mediodía, después de
que almorzáramos con la familia entera en casa de mi bisabuela Yaya, como
acostumbrábamos a hacer todos los fines de semana casi como una cita religiosa.
No recuerdo si esa mañana había estado en misa o no, quizás sí. Lo que sí me
acuerdo es que no tenía nada de entretenido ir a la iglesia un domingo a las
nueve de la mañana e internarse dentro de ese frío lúgubre que te estremecía
hasta los huesos en cada rincón de la inmensa nave sólo para escuchar a un cura
recitar la biblia según Mateo o no sé qué tipo de santidad. Pero con los chicos
del barrio íbamos igual porque sabíamos que iba a estar la compañerita del
colegio que nos gustaba a cada uno, esa a la que en los recreos le hacíamos
llegar por un amiguito la carta que le habíamos escrito la noche anterior abajo
de la cama mientras Mamá preparaba la cena. Sí, esa, la que en el recreo tenía
una trenza color castaño claro que le bajaba paralelamente a un par de tiras de
lazos azules que le caían con delicadeza hasta rozarles el cuello del
guardapolvo. En nuestro interior de fantasía, como si estuviéramos adentro de
uno de esos capítulos de dibujitos, sabíamos que la oportunidad era ideal para
agarrarlas desprevenidas sobre el amplio atrio castigado por el sol y, mientras
sus padres se arrodillaban a rezar en los reclinatorios de la iglesia, decirles
que gustábamos de ellas o simplemente ir al grano de una y preguntarles si
querían ser nuestras novias adelante de todos, convencidísimos de que con esa
escena de valentía le estábamos demostrando al resto del grupo entero lo que
era tener coraje, sin temor de que nos corten el rostro.
Había veces que las chicas nos dejaban
plantados repentinamente. Entonces, aburridos sobre las escaleras que
descendían hacia la calle, nos cruzábamos a la plaza Mitre y nos trepábamos,
como si fuéramos ardillas, por las entrañas de los pinos a buscar los huevos de
los nidos de paloma para agarrarlos un ratito entre las manos, examinarlos,
acariciarlos y adivinar por el tacto tibio si la madre estaría cerca, escondida
por ahí, mirándonos con sus ojos nerviosos, y enseguida dejarlos de nuevo en su
lugar, con ese amor y esa levedad angelical conque una madre coloca a su bebe
dentro de la cuna, sin hacerles daño, creyéndonos los guardianes de la
naturaleza con ese acto de misericordia humana.
En eso pensaba mientras esperaba mi turno
y escuchaba cómo la abuela se hablaba con su hermana en ese idioma tan extraño
que nosotros no entendíamos y que ellas bien lo sabían, y yo estaba segurísimo
que por eso lo hacían, algo así como una suerte de conspiración que tenían para
con el resto de la comunidad hispanohablante, una especie de secta dialectal
que no quería que supiésemos lo que decían o quizás, simplemente, era una
suerte de manifestación nostálgica, un piquete al destino, una manera de
sentirse (o vivirse) en Catalunya estando tan lejos de ella, de arrimarla un
poquito más todos los días para este lado del mapa.
Así, mientras fijaba los ojos en el
movimiento de los labios de la abuela para intentar desgranarle
morfológicamente alguna de las palabras que emitía, decidí cerrar los ojos,
apoyé la cabeza en el respaldo del asiento y me quedé oyendo esa suerte de
melodía ancestral. Las escuchaba intercambiarse frases enteras en ese dialecto
insumiso plagado de consonantes trabadas y terminaciones en emes, que hacía
tanto hincapié en la vibración de la erre como si fuera la misma sangre
agudizada de la tierra la que la pronunciaba.
Fue en ese momento cuando no pude oír más
que un silencio que avanzaba paulatinamente hacia el interior de mi cabeza. Me
extrañé y levanté los párpados despacio, pero no pude ver nada, todo yacía
absolutamente oscuro. Me di cuenta que estaba acostado por el frío que me
recorría estáticamente desde la nuca hasta la espalda, de modo que mi nariz
podía rozar la superficie de madera que parecía oler a roble, y que me cerraba
el paso frente a mis ojos. A mi lado había una niña rubia, pequeñita, por cuyos
ambos hombros descansaban un par de trencitas que le nacían desde los márgenes
del pelo. Su madre intentaba tranquilizarla cantándole una canción que parecía
ser de cuna en la lengua de mi abuela, a la vez que ensayaba una sonrisa en el
semblante deteriorado por el cansancio, aunque la niña parecía estar tranquila
de todos modos. Qué li darem en el noi de la mare? Qué li darem que li
sápiga bo? panses i figues i nous i olives, panses i figues i mel i mató.
Los tres permanecíamos acostados panza arriba, aguardando algo como resignados,
en esa especie de altillo o sótano oscuro y húmedo en el que no corría el aire.
Giré la cabeza hacia mi derecha, apoyando la oreja sobre la madera del suelo
fresca por la humedad de los hongos, y las miré. La mujer levantó la vista y
fijó los ojos en mí por un instante, luego la bajó hacia el semblante de la
nena y volvió a susurrarle la canción al oído. Tan patantam que les figues són
verdes, tan patantam que ja madurarán.
Apenas sólo unas líneas de luz entraban
por las grietas de la madera, cuando el techo que casi no nos permitía respirar
se levantó y enseguida esas delgados hilos de luz se apoderaron del lugar
entero, encandilándome completamente la vista, lo que me impidió poder ver a
los individuos que levantaron la madera aunque sí pude oír que se hablaban
entre sí en el mismo idioma de la niña y la mujer. Ayudaron a salir a mis
compañeras y les dieron unas papas para que coman y agua, luego le acercaron a
la mujer una manta para que arrope a la niña. Enseguida las condujeron por el
interior de una casa que estaba cerrada hermenéuticamente, sellada como un
frasco de arañas, salvo por la claridad del día que asomaba por alguna ventana
que había quedado despejada.
Decidí seguirlos. Salimos por la puerta de
calle. La mujer llevaba la niña en brazos y yo iba algunos pasos retrasados,
detrás de los individuos que hacían caso omiso a mi presencia. La atmósfera
estaba seca. La calle estaba completamente desolada, nada parecía dar indicios
de presencia, ni siquiera un ruido. Era la postal de un pueblo ausente,
petrificado. Todo estaba tan callado como el silencio duro de los adoquines.
Caminamos unos metros por la vereda hasta pasar frente a la balaustrada de una
carnicería deshabitada. Miré para el interior del negocio: de uno de los
ganchos que en algún momento exhibieron las reses, esta vez colgaba un niño de
la garganta, que se balanceaba suavemente como un péndulo que está apunto de
aquietarse, con los ojos blancos como la nieve. No pude reconocer su rostro,
pero la mujer y las personas que la acompañaban se llevaron las manos a la
boca, a la vez que exclamaron un gesto de horror y de angustia. Seguimos de
largo. Pude ver cómo la mujer hablaba con uno de los hombres, que la rodeó con
el brazo. Mientras seguíamos caminando, sacó un pedazo de pan de su bolsillo y
se lo dio a la nena para que lo comiera. Cartes
de racionament. El timbre suave, delicado, llegó hasta el
interior de mi oído junto a las explosiones.
1 comentario:
Escritos que acarician el alma, esa que quedó allá estancada en las hermosas consonantes trabadas. Que se estremece y salta en el vibrar de esas erres, que no puede olvidar la gentileza de la tierra con llanuras, montañas, mares y ríos. Catalunya mía, gracias por recordarme al amor de mi vida y tierra de amor infinito.
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